Isabel Catez nace el 18 de Julio de 1880 “muy hermosa y vivaracha”, según su madre, en el campo militar de Avor, cerca de Bourgues, (Francia), donde su padre servía como capitán. A poco más de los siete años queda huérfana de padre. Su madre, intuyendo su talento musical, a sus ocho años la inscribe en el Conservatorio, donde hace grandes progresos; ya a los trece años recibe su primer premio de piano y participa en los conciertos del Conservatorio, donde le auguran un esperanzador porvenir. Adornada de buenas cualidades que la hacían ser apreciada y querida, era con frecuencia dominante y presa de sus “rabietas”. Ella misma habla de su “terrible carácter”.
El 19 de Abril de 1891 hace su primera comunión. Esto marcó su vida. Aunque niña aún, expresa con profundidad que ha captado el misterio y se siente amada por Él y ella Le ama. Así lo relata: «Este gran día nos hemos dado por completo el uno al otro”. (C 178). Su juventud se realiza entre sus estudios de piano, trabajos en casa, fiestas y vacaciones de verano… que no impedirán la profundidad interior en medio del mundo. De entonces son sus palabras: «Incluso en medio del mundo se le puede escuchar en el silencio de un corazón que vive para Él” (C 38). Día a día va gestando su vocación de entrar en el Carmelo, a lo que su madre impone un larga espera (hasta cumplir los 21 años) y procura que el conocimiento del mundo cribe su propósito y le haga desistir. No lo consigue.
El 2 de Agosto de 1901 entra en el Carmelo de Dijon. Sus sueños se han cumplido, y las cartas del momento reflejan su felicidad: ”No encuentro palabras para expresar mi dicha”; “aquí ya no hay nada, solo Él.. Se le encuentra en todas partes, lo mismo en la colada que en la oración” (C 91). Consolida su formación espiritual en la Biblia, especialmente en las cartas de San Pablo, a quien llama “padre de mi alma” y en los escritos de S Juan de la Cruz.
El 21 de Noviembre de 1904 redacta su oración: ”¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro!..» como expresión de su lema: “laudem gloriae”, alabanza de gloria y entrega al Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y entonces también comienza a sentir en su cuerpo los efectos de la enfermedad de Addison que en veinticuatro meses de desgarradores sufrimientos la llevarán al sepulcro. Con ejemplar aceptación de la voluntad divina, escribe: “Antes de morir sueño con ser transformada en Jesús crucificado y eso me da mucha fuerza en el sufrimiento” (C 324). Los días anteriores a su muerte está en silencio. Las últimas palabras que le oyeron, son: “Voy a la Luz, al Amor, a la Vida”. Y después de una noche muy penosa, al amanecer del 9 de Noviembre de 1906 muere plácidamente, rodeada de sus hermanas carmelitas de Dijon.