Mi experiencia en Úbeda
Pareciera que este virus había detenido el tiempo, los quehaceres, las inquietudes, los desafíos que pocos meses antes, como un abanico multicolor, se desplegaban ante nosotros ensanchando nuestras buenas voluntades. No que pareciera, sino que realmente llegó implacable y echó la llave a todos nuestros sueños. No conté los días. Solamente me limité a llevar cuenta de los segundos, de los minutos de dolor que eternizaban tantas lágrimas, tanto dolor, tanto sinsentido… Y se los regalaba a Quien yo bien me sabía que podía, con su mano blanda, esculpir sus rosas en nuestra piel ajada y herida. También yo tuve que llorar y ofrecerle mi cornadillo… ¡No sé ni son jazmines o estrellas las que sembró en mis orillas!, solo puedo confesar blancuras y luces regaladas…
Cuando la Primavera, al fin, estalló gozosa, engalanada de fiesta y de colores, volvimos a nuestras urgencias de antes del dolor. Es cierto que aún no se podía respirar con anchura, y menos sonreír –hemos aprendido a ofrecer sonrisas en la mirada-, porque esa mascarilla se encarga de congelar nuestros besos para cuando podamos decirnos que nos queremos así, como siempre se ha hecho desde la creación del mundo, desde que Adán despertó y contempló a Eva, que lo miraba enamorada: el beso y el abrazo, los símbolos más humanos del Amor.
Nos pusimos en camino. La Provincia de Jaén nos esperaba más allá de la rayita azul que se perdía a lo lejos. Yo volvía a mi tierra. Conforme avanzábamos, sentía que mis raíces se ponían en pie, juguetonas, nerviosas, mezclándose con ese aire que respirara yo por primera vez cuando, al nacer, me sorprendió la callada hermosura de sus caminos llorados, labrados, bendecidos. Dije que volvía a Mi tierra porque esa tierra es mía: míos son sus campos, y míos sus olivares; sus aceitunas son mías, y sus castillos son míos y para mí… Puro Don que recibí sin merecerlo.
Llegamos a Úbeda. Frente al convento de San Juan de la Cruz, me sentí urgida a tenderle la mano y dejarme llevar por él, por este fraile chico y grande, humano y divino a la vez. Cada rincón de aquella casa, cada esquina es un grito de su presencia, sencilla, luminosa, cierta. Todo te habla de él, mejor, todo te habla del Amado, todo te invita a catar el vino añejo y saber esperar… Los vinos nuevos también envejecen a su tiempo.
Me faltaba tiempo para fijarme en cada detalle, para saborear pausadamente cada frase fijada en las paredes, cada pintura que me invitaba a adentrarme entre sus colores y confiarle a fray Juan lo que me bulle por dentro… Y esa escalera rota, que primero creí despiste de algún fraile olvidadizo, y luego supe que era estuche de simbologías y de nostalgias, y así me convocó, con sus peldaños quebrados, a la altura y a la esperanza…
Me senté junto a fray Juan en la huerta, frente a las lejanías, ocres-verdes-azules-amarillas… Ese fray Juan que surge de la llama esculpida en piedra y en amores, y comprendí que su alma se dilatara y se perdiera por aquellos bosques y espesuras, aquellos ríos sonorosos que borboteaban perfilando ínsulas extrañas y siempre nuevas… Los cortijos de mi tierra son centinelas de tantas hermosuras, y eso nuestro Poeta lo sabía de sobra.
La noche llegó serena, sosegada, pespunteada de este calor algo extraño –o el calor de siempre, pero yo suelo echar en olvido sus fuegos en el invierno-.

Frente a mi ventana, los dos cipreses altos, mucho más altos que los montes que se dibujaban a sus espaldas, con su verde oscuro perfilado a la perfección en el fondo azul oscurecido. Estuve tentada de recortarlos y llevarlos conmigo para siempre. Pero al final decidí dejarlos allá: allí fueron plantados, allí crecieron, allí los regó la lluvia y los acarició la luz del alba. A mí se me han quedado clavados en la memoria, y allí seguirán creciendo y meciéndose con la brisa de cada atardecer.
Y apareció la luna: majestuosa, blanca, perfecta. Quiero aclarar que la luna de mi tierra es diferente a todas las lunas. Está cerca, tan cerca, que solo tienes que tender la mano para acunarla. Además, siempre está llena: llena de Sol, llena de blancuras, llena de esperanzas… “Oh noche amable más que la alborada…”
Todo me hablaba del santico de fray Juan… Pero si pude palparlo en las paredes, en las esquinas, en las escaleras rotas… ¡Qué decir de los moradores de este conventico! Los sentí verdaderos hermanos desde el principio. A algunos los conocía desde hace ya algunos años… P. Carlos: has entonado una canción nueva con tu sonrisa, tu buen hacer limpiando mesas, hilvanando detalles para que nosotros nos lo encontráramos todo a punto a la mañana… Ha llegado el tiempo de la música callada en tu soledad sonora… Hermano Paco Víctor: qué buena fruta se cosecha allá en la huerta con tus desvelos, al estilo de fray Juan amador del campo y los espárragos a destiempo… Hermano Héctor: hasta aquí me llega el eco de tu risa limpia… ¡No la pierdas nunca! De Prior te encontré, Antonio Ángel, de hermano pendiente de tus hermanos. Y ahora la mano blanda del Amado, con su toque delicado… ha llenado tu corazón de nombres, de casas, de proyectos, de desafíos… La Provincia de Santa Teresa tatuada en tus entrañas… ¡Qué cosas tiene el Señor!
Volví a casa agradecida. Agradecida por tanto DON: Mi tierra, mis olivos, mis campos, mis aceitunas, mi luna, mis cipreses, mis hermanos… “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”
En Antequera, en el Carmelo teresiano donde vivo, a 29 días del mes de Julio de este Año de Gracia de 2020.
Va de mi mano: Lucía Carmen de la Trinidad, carmelita descalza.

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