En el silencio de la noche, cuando juegas con los árboles y pones cada lucero, cada estrella en el lugar apropiado para que tu amada los pueda gozar; la luna que ilumina el dolor que sobrecoge el alma, de la que te mira esperando una respuesta. Tú enjugas con el aire fresco de la noche la tierna lágrima que se desliza por la mejilla de tu amada, lágrima de la que a veces tiene tanto dolor en sí y que solo puede compartir contigo, porque solo tú conoces realmente su corazón, a solas, en la noche, noche que pasa fugaz como una estrella en medio del firmamento; la ilusión de tu amada es que ésta noche, estando unidos los dos, al final se vuelve luz; éstos dos amantes se gozan entre sí, tu amada te da todo lo que puede, todo lo que tiene y tú, el gran Amado, le das a beber de ti mismo el Ser en la pequeñez de una mirada, en el tierno beso de un rayo de sol y te llevas contigo el dolor que la hacía llorar, el dolor que cegaba su alma.

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Cuando tú me mirabas

su gracia en mí tus ojos imprimían;

por eso me adamabas,

y en eso merecían

los míos adorar lo que en ti vían.

Llegado está el día, no la dejas abandonada, le regalas el susurro de tu voz en el canto de los pájaros, tu voz la hace despertar para contemplarte en el rayo de sol que se posa sobre su mirada, en el olor de las rosas que le has dado, ella con su corazón abierto quiere decirte que te ama, que quiere morir de amor.

Mi Amado, las montañas,

los valles solitarios nemorosos,

las ínsulas extrañas,

los ríos sonorosos,

el silbo de los aires amorosos,

La noche sosegada

en par de los levantes del aurora,

la música callada,

la soledad sonora,

la cena que recrea y enamora.

Por: Yudis Isabel de la Santa Cruz

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